Las mujeres somos sentimentales, vulnerables, pero también somos en extremo consumistas.
La moda es algo que nos apasiona, y aunque a veces levantemos la bandera de: Me cago en lo fashion, la verdad es que matamos por un par de Jimmy Choo o de Louboutin.
Cuando de atuendos se trata para una mujer no existe límite, nunca se tiene demasiado, sino que más bien se da la escasez, sobre todo cuando se refiere a algún evento especial.
Nada más agobiante que tener una fiesta de casamiento en puerta.
Aunque tengamos una colección al más puro estilo Paris Hilton, nada será apropiado, ni harán una perfecta combinación para el momento único al que vamos a asistir.
Cuando se nos da por organizar el placard solemos encontrarnos con vestidos que ni siquiera recordábamos que existían, que habremos usado una vez, y del que no nos desprenderemos por nada del mundo, porque el saber que está allí por si surgiera un imprevisto (aunque sabemos a ciencia cierta que eso no sucederá) nos hace felices.
Idéntica situación nos pasa con los hombres, con esos pretendientes, admiradores, a los que nunca dimos chance, que dejamos a un costado pero a quienes recurrimos cada vez que nuestro ego, autoestima o corazón se quiebra.
Esos que nos complace saber están allí, inmóviles en el banco de suplentes esperando a que la tarjeta de crédito se rompa, esté en rojo o se pierda, y no podamos salir a comprar nuevos pares de zapatos.
Esos calzados que nos gustan pero que no usamos jamás, hasta que los vemos puestos en otros pies, luciendo tan lindos que desesperadamente queremos estrenarlos, entonces es que el corazón se estruja al saber que ni a fuerza de vaselina podremos calzarlos.
Todos los modelos tienen un tiempo de auge, fueron hechos para un momento específico, y sin importar las veces que vistan nuestros pies, incluso si no lo han hecho jamás, desde el momento en que fijamos la mirada en ellos, una conexión se sucede, una que no querríamos perder aunque tengamos unos soñados Manolo Blahnik.