La vida al parecer es un eterno retorno. Semejante
conclusión ha devenido tras mis casi 29 años, y no es porque los borceguíes se
hayan puesto de moda nuevamente, sino porque tras haber aspirado, desde la
niñez, mi independencia, la libertad de mi soledad, recorrer los recovecos de
un espacio donde mi obsesión por lo vintage no fueran objeto de desprecio
alguno, convirtiéndose en una persecución sin tregua; sin embargo, en este instante lo
único que aspiro es encontrar alguien que llene todo ese espacio ganado tras
una batalla en la que no estoy segura si existe ganador.
En esos momentos de pura iluminación caí en la cuenta de que
a medida que la juventud, ese espíritu juguetón y despreocupado, ese cuerpo sin
celulitis, sin barrigota, sin manchas y patas gallo, se va desvaneciendo
lentamente también lo hacen esas ansias de ser para siempre un lobo solitario
que no le rinde cuentas a nadie.
El esplendor de la lozanía es como una franja peatonal en el
centro de Asunción, prácticamente imperceptible, la energía para depilarse,
ponerse tacos y vestidos es comparable a la de un panel solar en día de lluvia,
y las mañas son peores que las de un Volkswagen escarabajo. Y bajo tales circunstancias, esperamos a que un Isaac Lamb
aparezca y nos cante Marry you; y esa es, sin dudas, una empresa con pocas
expectativas de éxito.
Me pregunto, ¿Dónde están esos príncipes adorables? ¿Por qué
todos los que conozco son puros sapos? Y entonces, en otro acto de total y profunda
concentración me vi al espejo y como el cuento de Blancanieves, no vi a la mujer
más hermosa sino a una bruja que dejó que el tiempo y el abandono vencieran. Si
hay un príncipe buscándome es natural que no me haya encontrado.
La soledad es asombrosamente atractiva hasta que te empezás
a sentir realmente solo. No es que quiera renunciar totalmente a ella, no
podría, pero todo exceso es malo y toda conquista lograda se convierte irremediablemente
en algo aburrido e insulso.